sábado, 2 de enero de 2010

Cuentística Dariana

BETÚN Y SANGRE
RUBÉN DARÍO

Todas las mañanas al cantar el alba, saltaba de su pequeño lecho, como un gorrión alegre que deja el nido. Haciendo trompeta con la boca, se empezó a vestir ese día, recorriendo todos los aires que echan al viento por las calles de la ciudad los organillos ambulantes. Se puso las grandes medias de mujer que le había regalado una sirvienta de casa rica, los calzones de casimir a cuadros que le ganó al gringo del hotel, por limpiarle las botas todos los días durante una semana, la camisa remendada, la chaqueta de dril, los zapatos que sonreían por varios lados. Se lavó en una palangana de lata que llenó de agua fresca. Por un ventanillo entraba un haz de rayos de sol que iluminaba el cuartucho destartalado, el catre cojo de la vieja abuela, a quien él, Periquín, llamaba "mamá"; el baúl antiguo forrado de cuero y claveteado de tachuelas de cobre, las estampas, cromos y retratos de santos, San Rafael Arcángel, San Jorge, el Corazón de Jesús, y una oración contra la peste, en un marquito, impresa en un papel arrugado y amarillo por el tiempo. Concluido el tocado, gritó:
—¡Mamá, mi café!
Entró la anciana rezongando, con la taza llena del brebaje negro y un pequeño panecillo. El muchacho bebía a gordos tragos y mascaba a dos carrillos, en tanto que oía las recomendaciones:
—Pagas los chorizos donde la Braulia. ¡Cuidado con andar retozando! Pagas en la carpintería del Canche la pata de la silla, que cuesta real y medio.
¡No te pares en el camino con la boca abierta! Y compras la cecina y traes el chile para el chojín. Luego, con una gran voz dura, voz de regaño: "Antier, cuatro reales; ayer siete reales.
¡Si hoy no traes siquiera un peso, verás qué te sucede!"
A la vieja le vino un acceso de tos. Periquín masculló, encogiéndose de hombros, un ¡cáspitas!, y luego un ¡ah, sí! El ¡ah, sí! de Periquín enojaba a la abuela, y cogió su cajoncillo, con el betún, el pequeño frasco de agua, los tres cepillos; se encasquetó su sombrero averiado y de dos saltos se plantó en la calle trompeteando la marcha de Boulanger: ¡tee-te-re-te-te-te chin!... El sol, que ya brillaba esplendorosamente en el azul de Dios, no pudo menos que sonreír al ver aquella infantil alegría encerrada en el cuerpecito ágil, de doce años; júbilo de pájaro que se cree feliz en medio del enorme bosque.
Subió las escaleras de un hotel. En la puerta de la habitación que tenía el número 1, vio dos pares de botinas. Las unas, eran de becerro común, finas y fuertes, calzado de hombre; las otras, unas botitas diminutas que subían denunciando un delicado tobillo y una gordura ascendente que hubiera hecho meditar a Periquín, limpiabotas, si Periquín hubiera tenido tres años más. Las botitas eran de cabritilla, forradas en seda color de rosa. El chico gritó:
—¡Lustren!
Lo cual no fue ¡sésamo ábrete! para la puerta. Apareció entonces un sirviente del establecimiento que le dijo riendo:
—No se han levantado todavía; son unos recién casados que llegaron anoche de la Antigua. Limpia los del señor; a los otros no se les da lustre; se limpian con un trapo. Yo los voy a limpiar.
El criado les sacudió el polvo, mientras Periquín acometió la tarea de dar lustre al calzado del novio. Ya la marcha del general Boulanger estaba olvidada en aquel tierno cerebro; pero el instinto filarmónico indominable tenía que encontrar la salida y la encontró; el muchacho al compás del cepillo, canturreaba a media voz: Yo vi una flor hermosa, fresca y lozana; pero dejó de cantar para poner el oído atento. En el cuarto sonaba un ruido armonioso y femenino; se desgranaban las perlas sonoras de una carcajada de mujer; se hablaba animadamente y Periquín creía escuchar de cuando en cuando el estallido de un beso. En efecto, un alma de fuego se bebía a intervalos el aliento de una rosa. Al rato se entreabrió la puerta y apareció la cabeza de un hombre joven:
—¿Ya está eso?
—Sí señor.
—Entra.
Entró.
Entró y, por el momento, no pudo ver nada en la semioscuridad del cuarto.
Sí, sintió un perfume, un perfume tibio y "único", mezclado con ciertos efluvios de whiterose, que brotaba en ondas tenues del lecho, una gran cama de matrimonio, donde, cuando sus ojos pudieron ver claro, advirtió en la blancura de las sábanas un rostro casi de niña, coronado por el yelmo de bronce de una cabellera opulenta; y unos brazos rosados tendidos con lánguida pereza sobre el cuerpo que se modelaba.
Cerca de la cama estaban dos, tres, cuatro grandes mundos, todo el equipaje; sobre una silla, una bata de seda plomiza con alamares violeta; en la capotera, un pantalón rojo, una levita de militar, un kepis con galones y una espada con su vaina brillante. El señor estaba de buen humor, porque se fue al lecho y dio un cariñoso golpecito en una cadera a la linda mujer.
—¡Y bien, haragana! ¿Piensas estar todo el día acostada? ¿Café o chocolate? ¡Levántate pronto; tengo que ir a la Mayoría! Ya es tarde. Parece que me quedaré aquí de guarnición. ¡Arriba! Dame un beso.
¡Chis, chás! Dos besos. Él prosiguió:
—¿Por qué no levanta a niña bonita? ¡Vamo a darle uno azote!
Ella se le colgó del cuello, y Periquín pudo ver hebras de oro entre lirios y rosas.
—¡Tengo una pereza! Ya voy a levantarme. ¡Te quedas, por fin aquí! ¡Bendito sea Dios! Maldita guerra. Pásame la bata.
Para ponérsela saltó en camisa, descalza. Estaba allí Periquín; pero qué: un chiquillo. Mas Periquín no le desprendía la mirada, y tenía en la comisura de los labios la fuga de una sonrisa maliciosa. Ella se abotonó la bata, se calzó unas pantuflas, abrió una ventana para que penetrara la oleada de luz del día. Se fijó en el chico y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Pedro.
—¿Cuántos años tienes? ¿De dónde eres? ¿Tienes mamá y papá? ¿Y hermanitas? ¿Cuánto ganas en tu oficio todos los días?
Periquín respondía a todas las preguntas.
El capitán Andrés, el buen mozo recién casado, que se paseaba por el cuarto, sacó de un rincón un par de botas federicas, y con un peso de plata nuevo y reluciente se las dio al muchacho para que las limpiara. Él, muy contento, se puso a la obra. De tanto en tanto, alzaba los ojos y los clavaba en dos cosas que le atraían: la dama y la espada. ¡La dama! ¡Sí! Él encontraba algo de sobrehumano en aquella hermosura que despedía aroma como una flor. En sus doce años, sabía ya ciertos asuntos que le habían referido varios pícaros compañeros. Aquella pubertad naciente sentía el primer formidable soplo del misterio. ¡Y la espada! Esa es la que llevan los militares al cinto. La hoja al sol es como un relámpago de acero. Él había tenido una chiquita, de lata, cuando era más pequeño. Se acordaba de las envidias que había despertado con su arma; de que él era el grande, el primero, cuando con sus amigos jugaba a la guerra; y de que una vez, en riña con un zaparrastroso gordinflón, con su espada le había arañado la barriga.
Miraba la espada y la mujer. ¡Oh, pobre niño! ¡Dos cosas tan terribles!
Salió a la calle satisfecho y al llegar a la plaza de Armas oyó el vibrante clamoreo de los cobres de una fanfarria marcial. Entraba tropa. La guerra había comenzado, guerra tremenda y a muerte. Se llenaban los cuarteles de soldados. Los ciudadanos tomaban el rifle para salvar la patria, hervía la sangre nacional, se alistaban los cañones y los estandartes, se preparaban pertrechos y víveres; los clarines hacían oír sus voces en e y en i; y allá, no muy lejos, en el campo de batalla, entre el humo de la lucha, se emborrachaba la pálida Muerte con su vino rojo...
Periquín vio la entrada de los soldados, oyó la voz de la música guerrera, deseó ser el abanderado, cuando pasó flameando la bandera de azul y blanco; y luego echó a correr como una liebre, sin pensar en limpiar más zapatos en aquel día, camino de su casa. Allá le recibió la vieja regañona:
—¿Y eso ahora? ¿Qué vienes a hacer?
—Tengo un peso —repuso, con orgullo, Periquín.
—A ver. Dámelo.
Él hizo un gesto de satisfacción vanidosa, tiró el cajón del oficio, metió la mano en su bolsillo... y no halló nada. ¡Truenos de Dios! Periquín tembló conmovido: había un agujero en el bolsillo del pantalón. Y entonces la vieja:
—¡Ah, sinvergüenza, bruto, caballo, bestia! ¡Ah, infame!, ¡ah, bandido!, ¡ya vas a ver!
Y, en efecto, agarró un garrote y le dio uno y otro palo al pobrecito:
—¡Por animal, toma! ¡Por mentiroso, toma!
Garrotazo y más garrotazo, hasta que desesperado, llorando, gimiendo, arrancándose los cabellos, se metió el sombrero hasta las orejas, le hizo una mueca de rabia a la "mamá" y salió corriendo como un perro que lleva una lata en la cola. Su cabeza estaba poseída por esta idea: no volver a su casa. Por fin se detuvo a la entrada del mercado. Una frutera conocida le llamó y le dio seis naranjas. Se las comió todas de cólera. Después echó a andar, meditabundo, el desgraciado limpiabotas prófugo, bajo el sol que le calentaba el cerebro, hasta que le dio sueño en un portal, donde, junto al canasto de un buhonero se acostó a descansar y se quedó dormido.
El capitán Andrés recibió orden aquel mismo día de marchar con fuerzas a la frontera. Por la tarde, cuando el sol estaba para caer a Occidente arrastrando su gran cauda bermeja, el capitán, a la cabeza de su tropa, en un caballo negro y nervioso, partía.
La música militar hizo vibrar las notas robustas de una marcha. Periquín se despertó al estruendo, se restregó los ojos, dio un bostezo. Vio los soldados que iban a la campaña, el fusil al hombro, la mochila a la espalda. y al compás de la música echó a andar con ellos. Camina, caminando, llegó hasta las afueras de la ciudad. Entonces una gran idea, una idea luminosísima, surgió en aquella cabecita de pájaro. Periquín iría. ¿Adónde? A la guerra.
¡Qué granizada de plomo, Dios mío! Los soldados del enemigo se batían con desesperación y morían a puñados. Se les habían quitado sus mejores posiciones. El campo estaba lleno de sangre y humo. Las descargas no se interrumpían y el cañoneo llevaba un espantoso compás en aquel áspero concierto de detonaciones. El capitán Andrés peleaba con denuedo en medio de su gente. Se luchó todo el día. Las bajas de unos y otros lados eran innumerables. Al caer la noche se escucharon los clarines que suspendieron el fuego. Se vivaqueó. Se procedió a buscar heridos y a reconocer el campo.
En un corro, formado tras unas piedras, alumbrado por una sola vela de sebo, estaba Periquín acurrucado, con orejas y ojos atentos. Se hablaba de la desaparición del capitán Andrés. Para el muchacho aquel hombre era querido. Aquel señor militar era el que le había dado el peso en el hotel; el que, en el camino, al distinguirle andando en pleno sol, le había llamado y puesto a la grupa de su caballería; el que en el campamento le daba de su rancho y conversaba con él.
—Al capitán no se le encuentra —dijo uno—. El cabo dice que vio cuando le mataron el caballo, que le rodeó un grupo enemigo, y que después no supo más de él.
—¡A saber si está herido! —agregó otro—. ¡Y en qué noche!
La noche no estaba oscura, sí nublada; una de esas noches fúnebres y frías, preferidas por los fantasmas, las larvas y los malos duendes. Había luna opaca. Soplaba un vientecillo mordiente. Allá lejos, en un confín del horizonte, agonizaba una estrella, pálida, a través de una gasa brumosa. Se oían de cuando en cuando los gritos de los centinelas. Mientras, se conversaba en el corro. Periquín desapareció. Él buscaría al capitán Andrés: él lo encontraría al buen señor.
Pasó por un largo trecho que había entre dos achatadas colinas, y antes de llegar al pequeño bosque, no lejano, comenzó a advertir los montones de cadáveres. Llevaba su hermosa idea fija, y no le preocupaba nada la sombra ni el miedo. Pero, por un repentino cambio de ideas, se le vino a la memoria la "mamá" y unos cuentos que ella le contaba para impedir que el chico saliese de casa por la noche. Uno de los cuentos empezaba: "Este era un fraile..."; otro hablaba de un hombre sin cabeza; otro de un muerto de largas uñas que tenía la carne como la cera blanca y por los ojos dos llamas azules y la boca abierta. Periquín tembló. Hasta entonces paró mientes en su situación. Las ramas de los árboles se movían apenas al pasar el aire. La luna logró, por fin, derramar sobre el campo una onda escasa y espectral. Periquín vio entre unos cuantos cadáveres, uno que tenía galones; tembloroso de temor, se acercó a ver si podía reconocer al capitán. Se le erizó el cabello. No era él, sino un teniente que había muerto de un balazo en el cuello; tenía los ojos desmesuradamente abiertos, faz siniestra y, en la boca, un rictus sepulcral y macabro. Por poco se desmaya el chico. Pero huyó pronto de allí, hacia el bosque, donde creyó oír algo como un gemido. A su paso tropezaba con otros tantos muertos, cuyas manos creía sentir agarradas a sus pantalones.
Con el corazón palpitante, desfalleciendo, se apoyó en el tronco de un árbol, donde un grillo empezó a gritarle desde su hendidura:
Y—¡Periquín! ¡Periquín! ¡Periquín! ¿Qué estás haciendo aquí?
El pobre niño volvió a escuchar el gemido y su esperanza calmó su miedo. Se internó entre los árboles y a poco oyó cerca de sí, bien claramente:
—¡Ay!
Él era, el capitán Andrés, atravesado de tres balazos, tendido sobre un charco de sangre. No pudo hablar. Pero oyó bien la voz trémula:—¡Capitán, capitán, soy yo!
Probó a incorporarse; apenas pudo. Se quitó con gran esfuerzo un anillo, un anillo de boda, y se lo dio a Periquín, que comprendió... La luna lo veía todo desde allá arriba, en lo profundo de la noche, triste, triste, triste...
Al volver a acostarse, el herido tuvo estremecimientos y expiró. El chico, entonces, sintió amargura, espanto, un nudo en la garganta, y se alejó buscando el campamento.
Cuando volvieron las tropas de la campaña, vino Periquín con ellas. El día de la llegada se oyeron en el hotel X grandes alaridos de mujer, después que entró un chico sucio y vivaz al cuarto número 1. Uno de los criados observó asimismo que la viuda, loca de dolor, abrazaba, bañada en llanto, a Periquín, el famoso limpiabotas, que llegaba día a día gritando: "¡Lustren!", y que el maldito muchacho tenía en los ojos cierta luz de placer, al sentirse abrazado, el rostro junto a la nuca rubia, donde de un florecimiento de oro crespo, surgía un efluvio perfumado y embriagador.
LA PESADILLA DE HONORIO

RUBÉN DARÍO



¿Dónde? A lo lejos, la perspectiva abrumadora y monumental de extrañas arquitecturas, órdenes visionarios, estilos de un orientalismo portentoso y desmesurado. A sus pies un suelo lívido; no lejos, una vegetación de árboles flacos, desolados, tendiendo hacia un cielo implacable, silencioso y raro, sus ramas suplicantes, en la vaga expresión de un mudo lamento. En aquella soledad Honorio siente la posesión de una fría pavura...


¿Cuándo? Es en una hora inmemorial, grano escapado quizás del reloj del tiempo. La luz que alumbra no es la del sol; es como la enfermiza y fosforescente claridad de espectrales astros. Honorio sufre el influjo de un momento fatal, y sabe que en esa hora incomprensible todo está envuelto en la dolorosa bruma de una universal angustia. Al levantar sus ojos a la altura un estremecimiento recorre el cordaje de sus nervios: han surgido del hondo cielo constelaciones misteriosas que forman enigmáticos signos anunciadores de próximos e irremediables catástrofes... Honorio deja escapar de sus labios, oprimido y aterrorizado, un lamentable gemido: ¡Ay!...


Y como si su voz tuviese el poder de una fuerza demiúrgica, aquella inmensa ciudad llena de torres y rotondas, de arcos y espirales, se desplomó sin ruido ni fracaso, cual se rompe un fino hilo de araña.


¿Cómo y por qué apareció en la memoria de Honorio esta frase de un soñador: la tiranía del rostro humano? Él la escuchó dentro de su cerebro, y cual si fuese la víctima propiciatoria ofrecida a una cruel deidad, comprendió que se acercaba el instante del martirio, del horrible martirio que le sería aplicado... ¡Oh sufrimiento inexplicable del condenado solitario! Sus miembros se petrificaron, amarrados con ligaduras de pavor; sus cabellos se erizaron como los de Job cuando pasó cerca de él un espíritu; su lengua se pegó al paladar, helada e inmóvil; y sus ojos abiertos y fijos empezaron a contemplar el anonadador desfile. Ante él había surgido la infinita legión de las Fisonomías y el ejército innumerable de los Gestos.


Primero fueron los rostros enormes que suelen ver los nerviosos al comenzar el sueño, rostros de gigantes joviales, amenazadores, pensativos o enternecidos.


Después...


Poco a poco fue reconociendo en su penosa visión estas o aquellas línea, perfiles y facciones: un bajá de calva frente y los ojos amodorrados; una faz de rey asirio, con la barba en trenzas; un Vitelio con la papada gorda, y un negro, negro, muerto de risa. Una máscara blanca se multiplicaba en todas las expresiones: Pierrot. Pierrot indiferente, Pierrot amoroso, Pierrot abobado, Pierrot terrible, Pierrot, desmayándose de hilaridad; doloroso, pícaro, inocente, vanidoso, cruel, dulce, criminal: Pierrot mostraba el poema de su alma en arrugas, muecas, guiños y retorcimientos faciales. Tras él los tipos de todas las farsas y las encarnaciones simbólicas. Así erigían enormes chisteras grises, cien congestionados johmbulles y atroces tíosamueles, tras los cuales Punch encendía la malicia de sus miradas sobre su curva nariz. Cerca de un mandarín amarillo de ojos circunflejos, y bigotes ojivales, un inflado fraile, cuya cara cucurbitácea tenía incrustadas dos judías negras por pupilas; largas narices francesas, potentes mandíbulas alemanas, bigotazos de Italia, ceños españoles; rostros exóticos: el del negro rey Baltasar, el del malayo de Quincey, el de un persa, el de un gaucho, el de un torero, el de un inquisidor... «Oh, Dios mío...» --suplicó Honorio--. Entonces oyó distintamente una voz que le decía: «¡Aún no, sigue hasta el fin!» Y apareció la muchedumbre hormigueante de la vida banal de las ciudades, las caras que representan a todos los estados, apetitos, expresiones, instintos, del ser llamado Hombre; la ancha calva del sabio de los espejuelos, las nariz ornada de rabiosa pedrería alcohólica que luce en la faz del banquero obeso; las bocas torpes y gruesas; las quijadas salientes y los pómulos de la bestialidad; las faces lívidas, el aspecto del rentista cacoquimio; la mirada del tísico, la risa dignamente estúpida del imbécil de salón, la expresión suplicante del mendigo; estas tres especialidades; el tribuno, el martillero y el charlatán, en las distintas partes de sus distintas arengas; «¡Socorro!» exclamó Honorio.


Y fue entonces la irrupción de las Máscaras, mientras en el cielo se desvanecía un suave color de oro oriental. ¡La legión de las Máscaras! Se presentó primero una máscara de actor griego, horrorizada y trágica, tal como la faz de Orestes delante de las Euménides implacables; y otra riente, como una gárgola surtidora de chistes. Luego por un fenómeno mnemónico, Honorio pensó en el teatro japonés, y ante su vista floreció un diluvio de máscaras niponas: la risueña y desdentada del tesoro de Idzoukoushima, una de Demé Jioman, cuyas mejillas recogidas, frente labrada por triple arruga vermicular y extendidas narices, le daban un aspecto de suprema jovialidad bestial; caras de Noriaki, de una fealdad agresiva; muecas de Quasimodo asiáticos, y radiantes máscaras de dioses, todas de oro. De China Lao-tse, con un inmenso cráneo., Pou-tai, el sensual con su risa de idiota; de Konei-Sing, dios de la literatura, la máscara mefistofélica; y con sus cascos, perillas y bigotes escasos, desfilan las de madarines y guerreros. Por último vio Honorio como un incendio de carmines y bermellones, y revoló ante sus miradas el enjambre carnavalesco. Todos los ojos: almendrados, redondos, triangulares, casi amorfos; todas las narices: chatas, roxelanas, borbónicas, erectas, cónicas, fálicas, innobles, cavernosas, conventuales, marciales, insignes; todas las bocas: arqueadas, en media luna, en ojiva, hechas con sacabocado, de labios carnosos, místicas, sensuales, golosas, abyectas, caninas, batracias, hípicas, asnales, porcunas, delicadas, desbordadas, desbridadas, retorcidas...; todas las pasiones, la gula, la envidia, la lujuria, los siete pecados capitales multiplicados por setenta veces siete...
Y Honorio no pudo más: sintió un súbito desmayo, y quedó en una dulce penumbra de ensueño, en tanto que llegaban a sus oídos los acordes de una alegre comparsa de Carnestolendas...
THANATOPIA

RUBÉN DARÍO



-Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.


(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó):


-Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.


No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad adonde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.


Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que nombrar: de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver... Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto... Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.


Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.


(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)


-Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso para conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.


Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.


Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna... ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses... ¿por qué había cipreses en el colegio?.... y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector... ¿para qué criaba lechuzas el rector ?... Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro, una voz: «James». ¡Oh voz!


Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él: alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese con él.


Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad para conmigo. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza... Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:


-He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además -quería decirte-, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.


¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía... ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja... Perdonad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo? o quizá lo sé demasiado...


No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.


Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.


Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.


Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:


-La verás luego... Que la has de ver es seguro... James, mi hijito James, adiós. Te digo que la verás luego...


Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía? my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago...


Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación.


Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.


-Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.


Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.


Ella...


Y mi padre:


-¡Acércate, mi pequeño James, acércate!


Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano... Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: «¡James!»


Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría... Y la mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento.


Y mi padre:


-Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.


Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor... no os lo quiero decir... porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún ; me eriza los cabellos.


Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:


-James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...


No pude más. Grité:


-¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!


Oí la voz de mi padre:


-¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.


-No -grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre- . Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!

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